16.2.08

paz

Cuando llegó quedo sorprendida por lo grande que era aquel piso, un piso típico de la burguesía catalana reconvertido en centro social. Al entrar a la sala, una docena de personas -todas mujeres- se habían dispuesto en círculo, cada una sobre una manta blanca. A ella no le quedó más que imitarlas. Así que cogió una de aquellas mantas, la puso en el suelo esforzándose para que quedara tan lisa y perfecta como la de las otras, y se estiró en ella.

Luego vinieron dos horas para respirar, relajarse, pensar y no pensar, masajearse y recordarse a cada segundo que ella no era más que un ser encajonado entre el magma de la tierra y la libertad del cielo.

Al final de la sesión cogió una carta al azar. No se trataba de una carta de la baraja española, ni de la de póquer. Ni siquiera era una carta del tarot. Se trataba de una carta más grande que la de cualquier baraja que conocía. El reverso era como el de cualquier baraja, un entramado de líneas mediopsicodélicas azules (que a veces puedes ser rojas). En el anverso había un texto de unas cinco o seis líneas. Lo leyó dos, tres, cuatro veces, intentando comprender qué quería decir aquello... y aunque intuyó algo, no lo acabó de descifrar. No le preocupó lo más mínimo.

Dio las gracias, se puso los zapatos y se fue calle a bajo, sin saber muy bien cómo andar. La gente a su alrededor caminaba acelerada, los coches pitaban y algún conductor incluso gritó, pero ella no se percató de nada. Andaba despacio, como hacía años que no lo hacía.

Al llegar a casa la estaban esperando con la cena preparada. ¿Se le puede pedir algo más a un viernes por la noche? Mientras se hacía esta pregunta, se besaron como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que se habían visto. ¿Cenamos?

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