Ella quería llegar a las luces de colores, los fuegos artificiales y escuchar de cerca la melodía alegre que oía a lo lejos, muy lejos. Y fue por ello que empezó a caminar en esa dirección.
Al principio el camino era precioso, tranquilo, llano y fácil. Tanto, que de vez en cuando se permitía pararse a observar. E incluso en algunos momentos lo abandonaba para adentrarse en el bosque frondoso que lo rodeaba y disfrutar de sus frutos. Veía su meta cerca y tampoco tenía una prisa excesiva por llegar.
Pero un buen día, en el camino comenzaron a aparecer las piedras. Sí, desde hacía algunos años y sin saber muy bien por qué, en medio de su camino, tarde o temprano, siempre encontraba una piedra. Recordaba que al principio las piedras eran diminutas y no suponían gran molestia. Como mucho, de vez en cuando alguna se metía en su zapato y le fastidiaba un poco el trayecto, pero cuando por fin tomaba conciencia de que si paraba un momento y se quitaba la piedra andaría más cómoda, el camino volvía a ser sencillo.
Aún así, ella ya empezaba a estar un poco harta de tanta piedrecilla y de tener que ir parando cada dos por tres para quitárselas. Y por ello empezó a reducir las paradas y a apresurarse para llegar a las luces, los fuegos y la música. Sólo se paraba cuando hacía demasiado rato que llevaba una piedra en el zapato y ya no podía casi andar.
Y a medida que avanzaba en el camino las piedrecillas que se encontraba cada vez eran más grandes, hasta que llego el día en que las piedras se convirtieron en rocas enormes, pesadas y robustas. Unas rocas que no dejaba pasar, ni siquiera ver el resto del sendero. Era imposible esquivarlas y para apartarlas se necesitaba mucha fuerza y mucho empeño.
Pero a ella de eso nunca le había faltado. No le importaba arañarse, rasgarse las manos o romperse algún hueso. Le costara más o menos siempre conseguía apartar la roca del camino y ver qué había al otro lado. La imagen nunca la defraudaba. El sendero seguía igual de precioso y al final se seguían vislumbrando las luces de colores, los fuegos artificiales y la alegre melodía.
Pero al poco de reanudar su camino hacía esa luz, esos fuegos y esa música que la tenían maravillada, como de la nada, aparecía una nueva roca, parecidísima a la anterior. A ella todavía no le había dado tiempo de recuperarse, los esfuerzos por mover la anterior piedra la había dejado extenuada, pero sus ansias de llegar al final del camino lo antes posible no le habían permitido pararse a descansar para reponer fuerzas y curar sus heridas que todavía estaban en carne viva...
De esta manera, la nueva roca le parecía mucho más grande y pesada que la anterior, un reto imposible de afrontar. Pero su terquedad y sus ansias de llegar al final le hacían tomar fuerzas de donde fuera para apartar esa nueva piedra y seguir andando.
Así iban pasando los meses, los años. Y el camino seguía. Y las rocas seguían apareciendo, y ella, cada vez con más dificultades, las seguía apartando. Y a lo lejos, siempre, tras apartar la roca, se veían los fuegos, las luces. Y la música, esa música que aunque parecía que la distancia hacía ella se iba acortando, siempre sonaba con la misma intensidad: flojita, lejana.
Un día, como no, al girar una curva una nueva roca apareció en el camino. Pero ella ahora se encontraba mayor, cansada y el hecho de no haber parado nunca a descansar la estaba dejado sin fuerzas. Además, por no haber sanado bien sus heridas tenía dolores que se habían convertido en crónicos…
Aún así, se armó de valor una vez más y comenzó a empujar y a empujar para apartar el obstáculo de su camino. Pero por más fuerza que hiciera, esta vez no conseguía moverla ni un milímetro. Estaba agotada. Entonces pensó que quizás había llegado el momento de descansar y sanar sus heridas tranquilamente. Tampoco le quedaban muchas más opciones. Se recostó sobre la propia piedra y se quedó dormida.
El fuerte golpe que dio su cabeza contra el suelo la despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero la roca había desparecido (probablemente por eso se cayó al suelo) y en su lugar había una piedrecilla ridícula. Miro al horizonte y lo vio más cerca que nunca, estaba a un paso. Las luces eran intensas, se podían oír las explosiones de los fuegos artificiales y ahora la música alegre y pegadiza se escuchaba con intensidad y nítidamente.
Había llegado. Y le dio la sensación que en realidad siempre había estado allí.